La Casa del PCE en la calle Juan de Torres se abrió incluso antes de la legalización (¿alguien se acuerda de exactamente cuándo?).
Para entonces, las Juventudes habían crecido hasta convertirse en una organización potente y numerosa. Pero empezaban a atisbarse las rutinas de lo que luego han sido las organizaciones políticas en democracia. Poco a poco, la burocracia iba pesando más y el activismo menos.
También empezaba a notarse un cambio en el tono de nuestras relaciones con “los viejos”. En el Partido se soportaba mal la idea de unas Juventudes que habían acunado y que ahora firmaba papeles y celebraba conferencias en las que declaraba sin tapujos su vocación de ejercer como una organización autónoma y con discurso propio. Hasta poco antes había predominado un sentimiento de admiración mutua. De los jóvenes hacia quienes habían vivido los años de mayor dureza del franquismo. De los viejos hacia aquella pandilla de adolescentes, cantarines y entusiastas, siempre dispuestos a tirar de espray o a regar panfletos.
Salvo que hubiese actos que lo impidiesen, ocupábamos habitualmente la planta de arriba, la más amplia y diáfana. Mientras que la planta baja, más oscura y compartimentada, alternaba ritmos de despacho y ambiente de cenáculo y era el reino de “los viejos”, lo nuestro se parecía más a lo que era en parte: un singular club juvenil, ruidoso y propenso al desorden, al que acudíamos también por el puro gusto de vernos. Encima teníamos el regalo de unos futbolines enfrente y del tinto peleón de Pepe Páez en el tabanco de la esquina.
En este breve triángulo vivimos muchas horas de los últimos meses felices de existencia de la Juventud Comunista en Jerez.
Para entonces, las Juventudes habían crecido hasta convertirse en una organización potente y numerosa. Pero empezaban a atisbarse las rutinas de lo que luego han sido las organizaciones políticas en democracia. Poco a poco, la burocracia iba pesando más y el activismo menos.
También empezaba a notarse un cambio en el tono de nuestras relaciones con “los viejos”. En el Partido se soportaba mal la idea de unas Juventudes que habían acunado y que ahora firmaba papeles y celebraba conferencias en las que declaraba sin tapujos su vocación de ejercer como una organización autónoma y con discurso propio. Hasta poco antes había predominado un sentimiento de admiración mutua. De los jóvenes hacia quienes habían vivido los años de mayor dureza del franquismo. De los viejos hacia aquella pandilla de adolescentes, cantarines y entusiastas, siempre dispuestos a tirar de espray o a regar panfletos.
Salvo que hubiese actos que lo impidiesen, ocupábamos habitualmente la planta de arriba, la más amplia y diáfana. Mientras que la planta baja, más oscura y compartimentada, alternaba ritmos de despacho y ambiente de cenáculo y era el reino de “los viejos”, lo nuestro se parecía más a lo que era en parte: un singular club juvenil, ruidoso y propenso al desorden, al que acudíamos también por el puro gusto de vernos. Encima teníamos el regalo de unos futbolines enfrente y del tinto peleón de Pepe Páez en el tabanco de la esquina.
En este breve triángulo vivimos muchas horas de los últimos meses felices de existencia de la Juventud Comunista en Jerez.
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